miércoles, 4 de febrero de 2015

Sobre el Gatehouse Coffee

En tardes como esta, fría como el corazón de tu ex, mataría por volver al Gatehouse Coffee en York. Mi reino por tirarme en uno de sus sofás raídos del piso de arriba mientras espero que alguna de las encantadoras chicas americanas de la YMCA (por si alguna vez vais, la contraseña del wi-fi es JESUSLOVESYOU, como para olvidarse) que trabajan allí de camareras me suba uno de esos cappuccinos que hacen. Ah, ese cappuccino...

Medieval stuff.

El Gatehouse Coffee es, como su nombre indica, una cafetería construida dentro de una puerta fortificada, la Walmgate Bar, que forma parte del trazado sur de los muros medievales (Siglo XIV, esa zona en concreto) que rodean el centro de York. La puerta, que en su momento había resistido (con poco éxito) asedios de todo tipo, tiene en sus niveles superiores unas estancias habitables que han servido a lo largo de los años para infinidad de propósitos. Me contaron que hasta hace unas décadas había sido la casa de una señora, pero más tarde fue convertida en cafetería, la cual es regentada en la actualidad por un grupo de jóvenes cristianos de California que quedaron enamorados de Yorkshire.

Sí, esto es una cafetería.

Aunque desprende magnificencia, hay que aclarar que se trata de un lugar bastante pequeño y que, por alguna razón, nunca parece estar lleno, excepto los días en los que colocan un micrófono abierto cerca de la antigua chimenea por si alguien se anima a soltar un monólogo o dar un concierto, que es cuando se agota el aforo de veinte personas y media. Pero, ¿qué más da que sea diminuto? Hablamos de una cafetería cuyas paredes han visto más de seis siglos de actividad, estancias por las que han caminado personajes reales que serían inmortalizados por Shakespeare y que ahora guardan silencio para no molestar a los universitarios que van allí a preparar sus essays. No sé qué más se le puede pedir.

"That's my spot."

Además de su encanto propio, guardo muchos y buenos recuerdos personales: el café que se tomó allí una francesa, que le salvó de sufrir un shock por una bajada de azúcar en mitad de una ventisca (mal día para hacer turismo); la celebración por mis trabajos sobre Paul Auster y lord Byron; el colocón importante de cafeína que cogí repasando español con Emma... Acabé llevando al Gatehouse a todas las personas que conocí en York; una parte de mí sentía que uno no podía marcharse de la ciudad sin probar aquello. Creo que fui con todas y cada una de las personas con las que entablé amistad aquel año, también con todas las visitas, pero cuando más disfruté el sitio era cuando iba solo. Literalmente, no había nadie más excepto un par de los cristianetes en la barra, en el piso de abajo. La introspección era prácticamente obligatoria. Daba igual tu nivel de sensibilidad o tu capacidad para entrar en un estado de pensamiento profundo (también llamado empanamiento). En el Gatehouse ibas a reflexionar sobre la vida y tus asuntos aunque tú no quisieras y, si daba la casualidad de que había alguien más allí, no te cortaba para nada porque sabías que esa persona estaba tan zen como lo estabas tú (no pocos fueron los que acabaron apoyando su frente en las ventanitas mientras llovía, como Alex Ubago, pero la certeza de que Richard III lo había hecho en su tiempo era más fuerte que eso).
Quiero acabar esta entrada cargada de nostalgia volviendo al tema del cappuccino (ecco!): era desmesurado, denso, suave, y traía dos malditas pastas por si tanto brebaje italiano te hacía olvidar que estabas en el corazón mismo de Inglaterra. Siempre me llamó la atención que fueran unos devotos creyentes los que preparasen semejante bebida: tengo entendido que la mayoría de los dioses te destruyen cuando haces algo que les supera en grandeza.

El tazón es mayor que la palma de mi mano.

PD. Qué frío, copón. Mis ánimos a todas las personas que siguen atascadas ahora mismo en las carreteras por la nieve.


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